Crepúsculo de Juan M. Blanes |
"mostro" dormía en calma, aunque siempre era desafiado por alguno que a la pasada se apoyaba en el alambrado y orinaba, sin saber el riesgo que corría: el "mostro" había dejado eunucos a varios que le habían faltado el respeto.
Entre mate y mate, los jóvenes divagaban sobre el mostro, el presente, el futuro, el sol, la luna y se sumaba el condimento infaltable que hacía levantar la voz y exagerar los gestos: alguna candidata recién conocida que pudiera desatar el amor que tenían contenido.
Mientras, el sol se iba apagando lentamente detrás de la laguna. Adentro del rancho, sobre la estufa, reinaba una postal del cuadro Crepúsculo de Blanes, con una paleta de colores indudablemente sacada del cielo de Valizas: rosados, rojos, naranjas, celestes y grises.
Alberto nunca más pudo volver a ver aquello que llamaban "la tele". Eran largas sesiones de 2 o 3 horas de mate y charla con los amigos, mirando el atardecer frente a la laguna, en aquel humilde rancho alquilado con los compañeros de facultad. Lo habían bautizado "El mostro da Lagoa". Por la calle de la Laguna no pasaba nadie, todavía era de pasto y los pocos autos que se animaban tenían que ir despacio, salteando las zanjas que había hecho el desacatado hijo de un vecino.
Corría el año 1990, juntos soñaban con levantar un rancho colectivo. "Rancho con mirador", dijo uno, para poder replicar aquellas interminables puestas de sol que iban acariciando la piel, cada vez más suavecito hasta que aparecía la luna a refrescar con su luz helada las cálidas noches de enero.
Pasaron los años y cada uno siguió su camino. Alberto consigió un rancho y con su novel familia empezó a arreglarlo; hizo el entrepiso, puso aleros y apenas pudo levantó el mirador. Desde allí se veía todo, las dunas, el poblado y toda la costa que se alcanzaba con solo estirar la mano.
Los viejos amigos le regalaron la postal original del crepúsculo del Mostro da Lagoa, que uno se había afanado y conservado con cariño. Pasaron los años y el Beto siguió buscando aquellos atardeceres de la juventud, donde había tiempo para todo, y donde dominaban el tiempo. Varias fueron las tardes en que las que esperó ese atardecer pero siempre le faltaba algo, que pocas nubes, que muchas, que no había buenos colores, que el tiempo escaseaba, que había que ir a cocinar para la tropa. Es cierto que había disfrutado de algunas muy buenas, pero nunca como aquellas interminables de la juventud.
Y así pasaron los años y nuevamente terminaba unas nuevas vacaciones, Alberto solo tenía dos noches más de licencia, las dos con luna llena. En esas noches el sol se oculta por el campo y al mismo tiempo sale la luna redonda y naranja desde el mar. Planificó todo muy bien, hasta que un pequeño incidente vino a arruinar sus planes, la hija más chica andaba con vómitos desde la mañana. Así que la familia tuvo que bajar las revoluciones y dedicarse a acompañar a la pequeña.
Al atardecer los vómitos se cortaron. "Cómo estás, ¿bien?" preguntó el papá. "Bien, mejor" respondió la niña. Ese fue todo el diálogo, cuidando la energía, se quedaron quietitos en el mirador, sin moverse, para no despertar al malestar. Abrieron sus poros al sol y así pasó una hora, dos horas. Solo se miraban, se hacían señas y sonrisas. El sol se fue yendo, giraron las cabezas hacia el otro lado, jugando en silencio a hacerle la pica a la gordita que asomaba el jopo sobre el mar.
Los sonidos se apagaron, los pájaros dejaron de cantar, el viento se calmó y el mar se sintió como un arrullo. Las chicharras empezaron a chicharrear para que salga la luna. Alberto le contó la historia del Mostro a su hija, de sus años mozos y de las entrañas del feroz "mostro" de la Laguna de adonde venía aquel mirador con crepúsculo y luna llena.
En el rancho de al lado una barra de veinteañeros sacó una guitarra y con un coro increíblemente afinado con el paisaje empezó a entonar una vieja canción de Eduardo Mateo.
Entonces Alberto se acordó de la gastada y efectiva frase que había enviado por mail esa mañana, para dar ánimo a un amigo que iniciaba un nuevo camino, luego de haberse quedado sin trabajo el 31 de diciembre:
No hay mal que por bien no venga. Las crisis siempre traen escondidas oportunidades.
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Canción para renacer, de Eduardo Mateo
Cuando el verde del
musgo vuelva
a cubrir la pared en
sombras
he de ir con el fresco
tenue
que ya he esperado,
que he de traerte
Cuando pisen mis pies
descalzos
donde el sol se quedó
caliente
he de andar con el
paso nuevo
que se hace rumbo
buscando el verso
a los pastos que están
creciendo
he de ir a cruzar los
campos
y en pos del tiempo
que se ha llevado
...,
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