Una gripe de último momento me ha cortado la inspiración, así que hoy va un cuento que escribí hace un tiempo, basado en una historia familiar de inmigrantes tanos.
Para el próximo viernes prometo la crónica de mi bochornoso aterrizaje en tierras ancestrales.
El reloj del tano
Para el próximo viernes prometo la crónica de mi bochornoso aterrizaje en tierras ancestrales.
El reloj del tano
A Doménico lo reclamó su primo de sudamérica. Partió de la vieja
y civilizada Italia, cansada de guerras y hambrunas, llegó a tierra uruguaya,
bárbara, fértil, en vías de pacificación.
Trabajó en la nueva quinta y bodega de la familia de
Giovanni en camino Mendoza, en la entonces lejana zona rural montevideana. Fue
peón junto a polacos, lituanos, españoles y tanos de todas las regiones.
La mujer del primo, callada e infatigable, cocinaba para
todo el batallón, 6 hijos y 4 peones. En la misma mesa, compartían el pan y el vino.
El sudor regaba el surco, hacía crecer las uvas, florecer los
duraznos y los manzanos. La bodega era orgullo de la familia.
En la noche de San Juan quemaban la poda de la vid y los
frutales, cerrando un nuevo ciclo natural y celebrando el santo del nono . En las horas extras cultivaban la
huerta para el consumo familiar y cuidaban las gallinas. Como premio, de
desayuno, se mandaban 2 o 3 huevos fritos cada uno.
Con los años Doménico se casó e hizo rancho aparte. Se
levantaba con el traquetear del tren que pasaba rumbo a la estación Manga,
generalmente a las 5:06 de la mañana.
Con sus primeros ahorros, le planteó a la patrona la
necesidad de comprar un reloj a cuerda que le permitiera independizarse de la
ya deteriorada puntualidad inglesa.
Con sus pesitos en una bolsa, marchó al centro en el ómnibus
del gallego Angelito, el 175 que hacía el recorrido Las Piedras - Ciudadela.
Volvió a casa con una caja y una sonrisa: “¡Ma’ qué relogio!”. Y empezó a teclear
con nostalgia una canzonetta italiana en su
flamante acordeón.
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